Gracias por haber jugado al Fútbol

Ahora, que pasaron alguna horas, que el shock inicial, el temblor y el estado de conmoción cedió a la pena y a la resignación. Ahora, que el velorio multitudinario, caótico y sentido terminó. Ahora, que las voces se empiezan a acallar y las expresiones fueron manifestadas, ahora que Diego descansa en paz y el revuelo del último adiós cede a la congoja de la pérdida. Ahora que todos, en mayor o menor medida, expresaron su sentimiento, su idolatría y su devoción, ahora es cuando encontramos el momento y el lugar para expresar nuestro sentimiento por Diego Armando Maradona, quien acompañó nuestra infancia, adolescencia y vida adulta. Nuestra vida. Mi vida. Ligada al fútbol, una pasión irrenunciable, un sueño hecho deporte, juego y profesión desde el ángulo en que se lo pueda abrazar. Ahora es cuando siento que puedo escribir este legado por lo que fue, hizo y significó Diego Maradona en la vida de un periodista de fútbol que abrazó este juego a comienzos de 1970, cuando veía los primeros partidos en la cancha y por TV, mientras Diego ya deslumbraba en “Los Cebollitas” y soñaba con jugar un Mundial y poder ganarlo.

Para quienes creemos que Bill Shankly resumió con exactitud que “el Fútbol no es cuestión de vida o muerte, sino algo más importante que eso”, Maradona fue, y siempre lo será, el símbolo más puro, genuino y auténtico de ese sentimiento. Diego fue todo pureza. Todo potrero. El que mejor lo jugó, el que más lo amó, el que más lo defendió, el que más lo respetó.

Porque si algo hizo Diego por el fútbol fue eso: amarlo y respetarlo. Siempre. “Yo me equivoqué y pagué; pero la pelota no se mancha”. Mis errores los asumo y los acepto. También las sanciones. Pero no castiguen al fútbol por ello. Un acto de lealtad y nobleza hacia el deporte que supo amar.

Fue en esos años cuando nació la leyenda. Fines de los ’60, comienzos de los ’70. El pibe que hacía “jueguitos” en el entretiempo para entretener a los hinchas, primer concepto de marketing y show en nuestras canchas, lo que luego veíamos con asombro como en los estadios de Estados Unidos se usaban las porristas o el “Half time show” del Superbowl. En la Argentina se hacía en esos años, cuando un grupo de bajitos entraba al centro de la cancha y hacía malabares con la pelota para entretener a la gente durante los quince minutos que duraba el descanso entre el primer y segundo tiempo. Hasta en eso Diego fue un adelantado.

Llegó el debut a los 15 años, cuando Argentinos Juniors jugó con Talleres de Córdoba el 20 de Octubre de 1976 y el DT Juan Carlos Montes le pidió que hiciera “un caño” como única indicación al ingresar en el segundo tiempo.

Después vino la película conocida. El debut en la selección argentina en febrero de 1977, con apenas 16 años, ante Hungría en la cancha de Boca. La etapa esplendorosa en Argentinos, cuando las redes se inflaban seguido en su carrera determinante y goleadora. La frustración de quedar al margen del Mundial de 1978, el dolor y la bronca que le quitaban las ganas de seguir, las palabras prometedoras de Enrique Omar Sívori, figura señera de nuestro fútbol, ídolo de la Juventus: “Pibe, usted tiene la verdad del fútbol y toda una vida para demostrarla”.

Después llegó el pase a Boca Juniors y el año donde se selló el amor eterno. 1981, con el campeonato ganado con angustia al final, tras el encuentro decisivo ante Ferro, la caída preocupante ante Central en Rosario con un penal fallado y la consagración frente a Racing en una Bombonera desbordante de entusiasmo y alegría.

El Nacional fue su despedida, con una expulsión ante Vélez por los cuartos de final que pondría puntos suspensivos al romance con la Ribera.

Barcelona lo esperaba. Con César Luis Menotti en el banco, tras la gran frustración del Mundial de España 1982, al que llegó con una gran expectativa y se fue, otra vez, con una expulsión en el último encuentro. Si el debut con Bélgica fue un cachetazo, el segundo partido ante Hungría fue una de las mejores presentaciones de la Selección Argentina en los Mundiales y tal vez en su historia. Para este cronista es uno de los mejores partidos que vio de un elenco nacional, sino el mejor, en más de 50 años de ver y de seguir al seleccionado argentino por el mundo. 4 a 1 y una actuación excepcional, convincente, inolvidable. Dos goles de Diego, para dejar en la memoria. El triunfo apretado contra El Salvador y la golpiza sufrida ante Italia, para cerrar una actuación con Brasil que la expulsión final y el resultado adverso opacó un gran segundo tiempo del equipo de Menotti.

Surgieron las dudas, las críticas. El apoyo ya no era masivo y el respaldo quedó sólo para los más fieles. Vinieron las lesiones en Barcelona, una hepatitis inoportuna y un nuevo ciclo con el seleccionado y la nueva dirección técnica de Carlos Salvador Bilardo, quien proponía una nueva forma de jugar, otros métodos de entrenamiento y un sistema diferente al de su antecesor. Y Diego fue su bandera. Se la jugó por él. Por el equipo. Sintió que tenía una nueva empresa por delante y fue como siempre iba él. A fondo, sin guardarse nada, comprometido con el responsable del equipo y con sus compañeros.

Al principio faltaron resultados y sobraron críticas. Duras, muchas de ellas. Y cuanto más los señalaban, más se comprometía con la causa. Más se emperraba. Más adhería. Barcelona quedó atrás, entre sinsabores y desencuentros y en Nápoles halló la redención. Un lugar en el mundo. Un amor a primera vista, incondicional. Y empezó la reconstrucción.

Les confieso que esos fueron los años donde más apoyé a Diego, donde más lo seguí y donde más confié en sus condiciones. Donde ocupo un lugar sagrado, en los que tenía una foto autografiada de él pegada en una de las carpetas de las materias del colegio secundario. Una sola foto en la tapa de una carpeta, de las muchas que tenía. Todas las demás estaban vacías, sin cobertura ni nada. Y hasta comencé a firmar como él; con mi apellido y el (10) por debajo. Esos fueron los años donde fui “maradoneano”. 1983, 84, 85…

Vi la Copa Amèrica de 1983 con mis amigos del secundario; algunos amistosos del año siguiente. Todos los partidos de local en ese parto que fue la Competición Preliminar de la Copa Mundial de la FIFA-México 1986; ese mes de Junio del ’85 cargado de angustia que recién se liberó con la corajeada de Daniel Passarella, la arremetida de Ricardo Gareca y el empate agónico con Perú para llegar al Mundial y al año siguiente dar la vuelta olímpica en el Estadio Azteca, en una historia que de tan contada ya parece haber sido vivida por toda la humanidad. Una historia de la que se sabe el final, pero que pocos recuerdan el principio. La poca fe de la mayoría de la gente, la despedida casi en silencio de Ezeiza dos meses antes del inicio del Mundial con el único apoyo de Oscar Dertycia, quien se había quedado afuera de la lista a último momento, la indiferencia de gran parte de los futboleros y ni que hablar de aquellos que despreciaban a este deporte porque “distraía” de los temas importantes. Pero mi fe estaba y le pedí a mi mamá que comprarámos un televisor a color para ver el Mundial, que algo bueno iba a pasar. Y allí fuimos, a la Avenida Boedo a comprar un “Talent”, porque Diego había hecho un aviso publicitario: “Acompañenos al Mundial con un toque de talento”, y se apoyaba sobre una tele de aquella marca.

El Mundial de Italia 1990 fue la experiencia más grande de mi vida como Periodista deportivo. Tal vez por ser la primera excursión grande en un acontecimiento de tamaña magnitud a mis 23 años; tal vez porque el país era una invitación a descubrir la historia, porque se respiraba fútbol en todas sus calles, o porque la Argentina llegó remendada e hizo de cada partido una proeza, hasta llegar a la final de un modo impensable. Porque los penales de Goyco le dieron ese tinte de épica deportiva siempre necesaria; o porque Diego demostró su amor incondicional por la Argentina, aún a costa de enfrentarse con el país que lo había cobijado y le había dado trabajo. Porque fue más Maradona que nunca, en la victoria ante Brasil y con las lágrimas frente a Alemania. Y, sobre todo, porque estaba con la camiseta puesta las 24 horas del día. Pudo haber elegido ser un especie de rey del mundo, de embajador de todos…prefirió ser la bandera de su patria.

Esos fueron los años donde fui “maradoneano”. Después, crecí. En la vida y en la profesión. Algunas cosas las empecé a tomar con más frialdad, más profesionalismo, más serenidad. Diego ya no era sólo de los que creíamos en él. Diego ya era de todos, los de antes y los de ahora. De los amigos del Campéon. De millones que habían disfrutado a una Argentina campeón del mundo; de millones que gritaron los goles a Inglaterra, de millones que lo acompañaron en la “batalla” de 1990. Diego ya era el Rey, y su vida fue otra. La que usted conoce o imagina.

Ahora que llegó el momento del Adiós, ahora que ya no está en este mundo, ahora que los gritos y los empujones y el dolor genuino y el tironeo político de quienes quisieron usarlo hasta el último instante se empieza a apagar; ahora que la realidad nos golpea, que es dura y lacerante, que nos empezamos a dar cuenta que nos quedamos sin él, que el dolor es un intruso que no nos abandona, que caemos en la dura verdad…

Ahora que todo se ha apagado, ahora que la leyenda se escribe para la eternidad, pero que la figura se ha ido. Ahora que sabemos que ya no lo tendremos más con nosotros, sólo queremos decirle lo que él se hubiera dicho: “Gracias por haber jugado al fútbol”. Gracias, Diego.

Hernán O’Donnell